El otro día, visitando un Parque Zoológico, nos cruzamos en varias ocasiones con un grupo de escolares que iban acompañados por sus padres.
A primera vista, me emocionó ver como estas familias compartían su tiempo disfrutando juntos de un bonito día de excursión. Sin embargo, a la hora de la comida, me di cuenta de que mi percepción sobre el grupo estaba muy equivocada.
En el restaurante del recinto, nos topamos con una curiosa escena, los padres comiendo por un lado, en una zona aparte del local y los niños por otra, en un espacio acotado para ellos y con una comida diferente a la de sus progenitores.
Durante todo el tiempo que estuvimos allí, al lado del grupo, pudimos observar cómo los niños no deseaban estar solos en su “territorio de aislamiento”. Se movían, apenas comían y cada dos por tres, salían de su sector e iban a ver a sus padres deseosos de recibir un poco de su cariño y su atención.
Al mismo tiempo, resulta paradójico, los padres presumían entre ellos de sus hijos y la educación que les daban, pero cada vez que uno de los niños se acercaba por sus mesas, lo enviaban de vuelta a su “jaula” y he de decir que no con muy buenas palabras.
A mí, la escena me pareció lamentable por todas las implicaciones psicoemocionales que conlleva.
Veámoslas.
Por un lado, estaban los niños, felices por poder compartir un día especial, extraordinario con sus padres y decepcionados, porque ese día había acabado convirtiéndose en la rutina de soledad habitual.
Por otro lado, tenemos a los padres, de los que no dudo en ningún momento de su buena fe, comportándose como “la sociedad” marca, creyendo que hacen lo mejor por sus niños y en realidad, cavando una fosa de incomprensión cada vez mayor entre ellos y sus hijos.
Desde el mismo momento en el que nuestra madre anuncia al mundo que está embarazada, las personas de nuestro alrededor repiten tópicos y desean etiquetarnos dentro de algún grupo determinado.
Así, de esta forma, se implantan modas absurdas y se perpetúan comportamientos dañinos. Por desgracia, los bebés y los niños suelen ser las víctimas inocentes de todo este absurdo entramado social.
Veamos una muestra de esos tópicos y desmontémoslos:
“Las niñas tienen que llevar pendientes.
Resumen del post:
¿Por qué? ¿La mujer es menos femenina por carecer de adornos?
El problema está en la visión del otro, no en la femineidad de la niña. Tal vez deberíamos darle la opción a la niña de elegir los adornos que ella desee llegado el momento.
Los niños son más brutotes.
No es cierto, los etiquetamos de más brutotes y les marcamos ese camino.
Un niño puede ser igual de sensible que una niña, dejemos que se desarrolle respetando sus condiciones personales. Hay que llevar a los bebés a la guardería para que sean independientes.
Y sin embargo, suele pasar justo lo contrario. Los niños que pasan más tiempo con sus padres poseen una autoestima más alta y son más independientes cuando son mayores.
Si les coges en brazos lo vas a malcriar.
El bebé humano necesita para su desarrollo físico e intelectual el contacto corporal con sus progenitores.
A mayor contacto, menos enfermedades y mayor desarrollo de sinapsis neuronales. A mayor contacto, más seguridad emocional, menos necesidad de llorar, más felicidad y más hormonas positivas recorriendo su cuerpo.
También, para ser más independientes tienen que dormir desde los pocos meses solos y en cunas.
El bebé humano es un cachorro indefenso que necesita protección continua. Si el bebé duerme solo, sin oler a su madre o a su padre, se siente en peligro, tiene miedo, segrega las hormonas del estrés y tanto su mente como su cuerpo se resienten por esta situación de ansiedad continua.
Pasados unos días, el bebé deja de luchar, claudica.
De esta forma, dependiendo del niño, se desarrollará un patrón de sumisión, desgana, desinterés, debilidad, obsesiones …
(Por cierto, que manía con la independencia, ni que los bebés tengan que mantener una familia con dieciocho meses).
Los niños tienen rabietas para manipularnos y son pequeños dictadores. Para desgracia de bebés y niños, los dictadores somos los adultos.
El bebé, el niño, llora porque se siente impotente, incomprendido.
Ellos no hacen las cosas con segundas intenciones, somos los adultos los que interpretamos las acciones de nuestros hijos de forma retorcida.
Debemos ser más empáticos con nuestros hijos, tenemos que ser más compresivos: son pequeños, están descubriendo el mundo ¡hay tanto que hacer, tanto que tocar, tanto por descubrir y tan poco tiempo!
¡Cuidado con las etiquetas!
Un niño al que llamamos dictador, tratamos como tal, y propiciamos con nuestra incomprensión y nuestra forma de actuar que se comporte como tal, acabará convirtiéndose en un adulto centrado en sí mismo, con múltiples problemas de personalidad.
Los adultos tenemos que marcar normas y los hijos obedecerlas porque sí, sin cuestionarlas (vaya, pero esto precisamente no fomenta la independencia, sino la sumisión).
Un cachete no hace daño y ayuda a educar. La violencia ejercida contra nuestros hijos, por leve que nos parezca el cachete, es reprobable, absurda e innecesaria.
Los golpes, además de quebrantar la autoestima del niño, hacen que éste pierda la confianza en sus padres y la sustituyan por miedo.
Puede que obedezcan y se comporten como niños buenos y obedientes, pero no por seguir el modelo de sus padres o por respeto, sino por miedo. Y los efectos se extenderán a toda su vida adulta.
Podríamos dar cientos de ejemplos más, sólo he querido poner aquí una pequeña muestra, pero seguro que a vosotros se os ocurren muchísimos más.
Cada tópico que no se cuestionan los padres y siguen a rajatabla, les va separando más y más de sus hijos.
Con el tiempo, nos encontramos en las familias con personas que realmente no se conocen entre ellas. Los padres, porque no han querido conocer a sus hijos, los hijos, porque no se les ha concedido la oportunidad de conocer a sus padres.
Los hijos nos cambian por completo la vida, cuando lo tienes ya no hay marcha atrás.
¿Por qué no los convertimos, desde que los concebimos, en nuestros mejores amigos?
A los amigos les respetamos, les hacemos caso, les escuchamos, respetamos sus tiempos sin quejas, toleramos sus defectos, admiramos sus cualidades.
¿Por qué no hacemos lo mismo con nuestros hijos?
Fotos de Trinity Kubassek y Michael Morse en Pexels